
En primer lugar recordar que la paz
es mucho más que la mera ausencia de guerra. La paz supone todos los medios a
favor de la vida del ser humano. Ambrosio de Milán decía que la “gloria de Dios
es que el hombre viva”; monseñor Romero lo tradujo a “la gloria de Dios es que
el pobre viva”, lo cual nos parece una acertada aproximación a lo que debe ser
el parámetro fundamental para la paz: ahí donde la vida del pobre se dignifica,
nos acercamos a la paz. En una palabra: relaciones justas.
En segundo lugar, se trata de
eliminar el “mal absoluto”; en palabras de la Declaración de Paz 2014 de la
ciudad de Hiroshima, para ello “hay que trascender la nacionalidad, raza,
religión y otras diferencias, valorar las relaciones de persona a persona y
construir un mundo que permita el diálogo con miras hacia el futuro”. No
avanzaremos en la eliminación del “mal absoluto” sin escucharnos desde las
diferencias, desde el contraargumento, desde la crítica, desde el desacuerdo.
Esto vale tanto para Palestina e Israel, como para Colombia, como para nuestro
propio país.
En tercer lugar, este “mal
absoluto”, se muestra hoy como
exclusión. Una exclusión crónica que ha dado lugar a la violencia con la que
hoy convivimos, y que tiene su máxima expresión en una exclusión económica y
social que obliga a marcharse lejos para encontrar el futuro que aquí no se
encuentra.
La violencia no es un fenómeno
reciente. Ni siquiera de la guerra ni posguerra. En realidad, podemos encontrar
atrocidades similares a los actuales decenios años atrás. Reciente es la toma
de conciencia de su problemática y de su impacto. Lastimosamente en los últimos
diez, quince o veinte años no hemos sido capaces de atinar poco (o en nada) a
la reducción de la violencia. Debería ser este un lapso de tiempo
suficientemente largo como para caer en la cuenta que ciertas modalidades de
prevención ensayadas como programas
deportivos, programas de entretenimiento, manodurismo, etc. no son por sí solos
efectivos frente a la violencia.
En este sentido, tenemos un urgente
necesidad de revisar los presupuestos que subyacen a las políticas, programas y
proyectos de prevención de la violencia puesto que no podemos seguir por los
caminos trillados del fracaso de los planes de prevención. En este sentido,
debemos expandir nuestra visión de la violencia como una problemática
delictiva, hacia una visión más apegada a la realidad como una problemática
social que requiere respuestas sociales. Que la violencia tiene su raíz en la
exclusión en cuanto produce humillación.
Inclusión es lo opuesto a la
exclusión, aunque su sentido no termina de captar la necesidad histórica
requerida para superar este “mal absoluto”. Por eso en sí mismo, la inclusión
es punto de partida para alcanzar la paz. Hemos de llegar a generar procesos
económicos inclusivos; dinámicas económicas que reporten trabajo digno para
todas y todos. Aquí la lógica de la inclusión no puede significar nunca cuidar
primero mi bolsillo, especialmente si está lleno, sino más bien como
garantizamos la vida de los más pobres del país, de lo que hoy sean lo que
Ellacuría llamaba “mayorías populares”.
La realidad muestra las dificultades
concretas que supone este largo y sinuoso camino hacia la paz fundamentalmente
porque aparecen voces fatuas que, incluso hablando hipócritamente en nombre de
la paz, erigen monumentos a la exclusión con sus sus discursos sobre la
economía, la política, la seguridad y la sociedad.
Ahí donde podamos discutir las
diferencias si violencia y optar primariamente por el bienestar de las mayorías
populares, nos estaremos acercando a la paz.